sábado, 1 de junio de 2013

El aparente viaje a ninguna parte.


Sergio pasó por una etapa laboral difícil y realmente aterradora; cada vez que quedábamos veía cómo se apagaba, cómo su mundo giraba alrededor de la pesadilla en la que vivía y que le asfixiaba. Se le veía derrotado, deprimido, hundido en una espiral de sufrimiento que no le permitía tomar impulso; simplemente se había rendido. Estaba tan noqueado que a pesar del dolor creía que esa vida era la única que podía vivir; que debía seguir esforzándose en mantener un puesto de trabajo que olía a moho.
Cuando el final llegó con el despido oportuno, Sergio quedó hecho una piltrafilla, sólo quería hibernar. Como amiga compartí con él todo su viaje interior y con su permiso ahora lo hago con vosotros.

¿Te gusta lo que ves en el espejo cada mañana? -me preguntó un día- Hacía tanto tiempo que no me miraba en él que casi había olvidado mi imagen; ahora suelo quedarme plantado frente a mi reflejo analizando si ese tipo que me mira soy yo o es un extraño. No le entendí. 

Dos meses después Sergio seguía anclado en la primera etapa de su viaje sumergido en la autocompasión y centrado en la tremenda injusticia que se había cometido con él: “Me lo han robado todo: salud,   tiempo dedicado a mi familia, mis conocimientos… todo; me han usado y tirado como una colilla, me siento un inútil, un fracasado.  Le escuchaba; cada vez que necesitaba hablar –y era a menudo- estaba ahí; formaba parte de la red emocional que en esos momentos le sostenía corrigiendo los mensajes autodestructivos que se lanzaba. 

Transcurridos cuatro meses Sergio se había mirado tanto en el espejo que aunque todavía apagado me dijo mientras devorábamos un plato de pasta: “ He analizado una y otra vez todo lo que pasó, y ¿sabes?, es cierto que mi postura no ayudó en la nueva etapa; me enroqué y actué de manera equivocada; pero también es cierto que lo tenía controlado, el equipo estaba motivado –siempre fui un buen gerente de proyectos y de equipos- sinceramente, creo que estaba fuera desde hacía mucho tiempo y no lo supe ver”. 

Sergio se había parado (le habían parado) y había mirado en su interior. Ahora era capaz de reconocer sus fortalezas y debilidades. Comenzaba a aceptar lo sucedido. Estaba iniciando la segunda etapa del viaje, avanzaba en el autoconocimiento y se despegaba del problema para ver la situación con cierta perspectiva. 

Fue por entonces cuando le regalé el cuento que había escrito para mi hija, “Lucas y las gafas mágicas”, unas gafas que permitían a quien se las ponía ver todo lo que le rodeaba de manera distinta. 

Una noche transcurridos los nueve primeros meses, me telefoneó para decirme: Tal vez ha llegado el momento de dar un golpe de timón; hemos hablado mucho de esto en el pasado ¿recuerdas cuando compartíamos nuestros sueños, en mi caso montar mi propio despacho, estar un año fuera, en Estados Unidos, dedicar parte de mi tiempo a la docencia..? pues creo firmemente que he de intentar que alguno se haga realidad. Al menos ahora sé lo que no quiero y mientras pueda, intentaré huir de ello como de la peste.  

Sergio llegaba a la tercera etapa: la reconstrucción de los sueños rotos, el volver a sentir ilusión cada mañana al levantarte.  

A partir de ese día nuestras conversaciones tomando café ya no giraban en torno al pasado sino a la viabilidad de sus proyectos, esto es, el futuro. Sergio sonreía más frecuentemente aunque aún lo hacía con los ojos tristes y la angustia de quien le pide a su familia esfuerzo, comprensión y renuncias. 

Pasó de estar desocupado a tener la agenda llena: tiempo dedicado a reciclarse, tiempo dedicado a ampliar su red de contactos, tiempo dedicado a buscar financiación, tiempo dedicado a diseñar su proyecto; tiempo dedicado al fin y al cabo a poner piedras para edificar su nuevo futuro profesional.  

Un año y medio después del tremendo zarpazo, Sergio concluía la última etapa: la de los fracasos superados y los proyectos iniciados; me invitó a cenar pero antes pasamos a visitar su despacho compartido con otros profesionales en una céntrica calle de Madrid: “Bienvenida a la República Independiente de mi casa, desde aquí ¡voy a comerme el mundo!, bueno, si me dejan”. Atrás quedaban los días amargos y sin luz. “Es curioso cómo nos ponemos cadenas alrededor del cuello que nos pesan, que nos oprimen, y encima damos las gracias porque somos afortunados de llevarlas. Ahora no sé con cuánto dinero voy a contar a final de mes, hemos tenido que malvender el Audi y la casa; nos hemos trasladado a un piso de alquiler… todo realmente ha sido muy duro, pero me siento liberado y María y los niños también; ahora nuestra vida se centra sí o sí en el presente al que todos nos tenemos que adaptar; ciertamente siento que el control de mi vida está en mis manos; he recuperado la libertad y eso, Isabel, ¡no tiene precio!. Sí, se le veía feliz, muy feliz. Fuimos a celebrarlo. 

Sergio afortunadamente consiguió salir ileso de su travesía, aquella que había iniciado aparentemente hacia ninguna parte ya que no veía salida ni futuro, tan sólo un tremendo agujero negro de desolación y con la que consiguió llegar a su Isla del Tesoro. Le quedaba muchísimo por hacer y no se engañaba: sabía que el camino que había elegido no iba a ser precisamente de rosas sin espinas, enlosado y por el que pasear pausadamente. Pero había conseguido levantarse y seguir peleando. A muchos otros en su misma situación les había dejado en el camino, hundidos por tremendas tormentas que les hicieron naufragar y perder el rumbo.  

Espero que no sea tu caso. Si es así, esta es mi humilde sugerencia: regresa a la casilla de salida, reconstruye tu nave, compra una buena brújula que siempre te recuerde donde está el norte, elimina de tu equipaje lo que no siendo imprescindible pese demasiado, elige bien a la tripulación que ha de acompañarte y vuelve a intentarlo.

Estoy segura de que con rasguños y tiritas en el ego y en el corazón, al final de tú viaje serás más fuerte, serás más sabio.

 Que los vientos te sean favorables

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