Sergio
pasó por una etapa laboral difícil y realmente aterradora; cada vez que quedábamos
veía cómo se apagaba, cómo su mundo giraba alrededor de la pesadilla en la que
vivía y que le asfixiaba. Se le veía derrotado, deprimido, hundido en una
espiral de sufrimiento que no le permitía tomar impulso; simplemente se había
rendido. Estaba tan noqueado que a pesar del dolor creía que esa vida era la
única que podía vivir; que debía seguir esforzándose en mantener un puesto de
trabajo que olía a moho.
Cuando
el final llegó con el despido oportuno, Sergio quedó hecho una piltrafilla, sólo quería hibernar. Como amiga compartí con él todo
su viaje interior y con su permiso ahora lo hago con vosotros.
“¿Te gusta lo que ves en el espejo cada mañana?” -me preguntó un día- “Hacía tanto tiempo que no me miraba en él que casi
había olvidado mi imagen; ahora suelo quedarme plantado frente a mi reflejo
analizando si ese tipo que me mira soy yo o es un extraño”. No le entendí.
Dos
meses después Sergio seguía anclado en la primera etapa
de su viaje sumergido en la autocompasión
y centrado en la tremenda injusticia que se había cometido con él: “Me lo han robado todo: salud, tiempo
dedicado a mi familia, mis conocimientos… todo; me han usado y tirado como una
colilla, me siento un inútil, un fracasado”. Le
escuchaba; cada vez que necesitaba hablar –y era a menudo- estaba ahí; formaba
parte de la red emocional que en esos momentos le sostenía corrigiendo los
mensajes autodestructivos que se lanzaba.
Transcurridos
cuatro meses Sergio se había mirado tanto en el espejo que aunque todavía apagado
me dijo mientras devorábamos un plato de pasta: “ He analizado
una y otra vez todo lo que pasó, y ¿sabes?, es cierto que mi postura no ayudó
en la nueva etapa; me enroqué y actué de manera equivocada; pero también es
cierto que lo tenía controlado, el equipo estaba motivado –siempre fui un buen
gerente de proyectos y de equipos- sinceramente, creo que estaba fuera desde
hacía mucho tiempo y no lo supe ver”.
Sergio
se había parado (le habían parado) y había mirado en su interior. Ahora era
capaz de reconocer sus fortalezas y debilidades. Comenzaba a aceptar lo
sucedido. Estaba iniciando la segunda etapa del viaje,
avanzaba en el autoconocimiento y se despegaba del problema para ver la situación con cierta
perspectiva.
Fue
por entonces cuando le regalé el cuento que había escrito para mi hija, “Lucas y las gafas mágicas”, unas gafas
que permitían a quien se las ponía ver todo lo que le rodeaba de manera
distinta.
Una noche transcurridos los nueve primeros meses,
me telefoneó para decirme: “Tal vez ha llegado el momento de dar un golpe de
timón; hemos hablado mucho de esto en el pasado ¿recuerdas cuando compartíamos
nuestros sueños, en mi caso montar mi propio despacho, estar un año fuera, en
Estados Unidos, dedicar parte de mi tiempo a la docencia..? pues creo
firmemente que he de intentar que alguno se haga realidad. Al menos ahora sé lo que no quiero y mientras pueda,
intentaré huir de ello como de la peste”.
Sergio
llegaba a la tercera etapa: la reconstrucción de los
sueños rotos, el volver a sentir ilusión cada mañana al levantarte.
A
partir de ese día nuestras conversaciones tomando café ya no giraban en torno
al pasado sino a la viabilidad de sus proyectos, esto es, el futuro. Sergio
sonreía más frecuentemente aunque aún lo hacía con los ojos tristes y la
angustia de quien le pide a su familia esfuerzo, comprensión y renuncias.
Pasó
de estar desocupado a tener la agenda llena: tiempo dedicado a reciclarse,
tiempo dedicado a ampliar su red de contactos, tiempo dedicado a buscar
financiación, tiempo dedicado a diseñar su proyecto; tiempo dedicado al fin y
al cabo a poner piedras para edificar su nuevo futuro profesional.
Un
año y medio después del tremendo zarpazo, Sergio concluía la última etapa: la de los fracasos superados y los
proyectos iniciados; me invitó a cenar pero antes pasamos a visitar su
despacho compartido con otros profesionales en una céntrica calle de Madrid: “Bienvenida a la
República Independiente de mi casa, desde aquí ¡voy a comerme el mundo!, bueno,
si me dejan”. Atrás quedaban
los días amargos y sin luz. “Es curioso cómo nos ponemos
cadenas alrededor del cuello que nos pesan, que nos oprimen, y encima damos las
gracias porque somos afortunados de llevarlas. Ahora no sé con cuánto dinero
voy a contar a final de mes, hemos tenido que malvender el Audi y la casa; nos
hemos trasladado a un piso de alquiler… todo realmente ha sido muy duro, pero
me siento liberado y María y los niños también; ahora nuestra vida se centra sí
o sí en el presente al que todos nos tenemos que adaptar; ciertamente siento
que el control de mi vida está en mis manos; he recuperado la libertad y eso,
Isabel, ¡no tiene precio!”. Sí, se le veía
feliz, muy feliz. Fuimos a celebrarlo.
Sergio
afortunadamente consiguió salir ileso de su travesía, aquella que había
iniciado aparentemente hacia ninguna parte ya que no veía salida ni futuro, tan
sólo un tremendo agujero negro de desolación y con la que consiguió llegar a su
Isla del Tesoro. Le quedaba muchísimo por hacer y no se engañaba: sabía que el camino
que había elegido no iba a ser precisamente de rosas sin espinas, enlosado y por
el que pasear pausadamente. Pero había conseguido levantarse y seguir peleando.
A muchos otros en su misma situación les había dejado en el camino, hundidos
por tremendas tormentas que les hicieron naufragar y perder el rumbo.
Espero
que no sea tu caso. Si es así, esta es mi humilde sugerencia: regresa a la
casilla de salida, reconstruye tu nave, compra una buena brújula que siempre te
recuerde donde está el norte, elimina de tu equipaje lo que no siendo
imprescindible pese demasiado, elige bien a la tripulación que ha de
acompañarte y vuelve a intentarlo.
Estoy
segura de que con rasguños y tiritas en el ego y en el corazón, al final de tú
viaje serás más fuerte, serás más sabio.